sábado, 19 de febrero de 2011

Impresiones sobre una vida azarosa



No puedo dejar de pensar en qué poco somos dueños de nuestra vida. Y no porque no seamos conscientes de las decisiones que tomamos, ese es otro tema, sino porque el factor suerte es tan fuerte que los resultados de nuestras acciones no dependen tanto de nosotros como del entorno en el que nos encontramos.
Sin saber si el mundo es determinista o no, sí que se puede asegurar que las variables que lo componen son tantas que la sensación de aleatoriedad es equivalente.
Ya decía Ortega y Gasset: “yo soy yo y mis circunstancias”. Últimamente pienso que “yo soy mis circunstancias y quizás un poco de yo”. Básicamente porque primero me llegan las circunstancias y mi influencia sobre ellas es prácticamente nula si la comparamos con la influencia de los factores externos no controlables.

Llevando lo anterior a un dominio numérico, podemos contar, de todas las cosas que nos pasan durante un día, cuáles son fruto de nuestros actos y cuáles son consecuencia de los actos de otros. Las decisiones conscientes que tomamos en un día pueden contarse por decenas: cojo el transporte público o voy en coche, empiezo por esta tarea o por la otra, veo una película o leo un libro, etc. En cambio, contando aquello externo que nos afecta en un simple día podemos tener cientos de variables: el tiempo que hace (llueve, nieva, hace sol), piso un charco, me mira una chica por la calle, escucho un ruido que me llama la atención, me cruzo con un amigo, veo una oferta en una tienda, alguien me habla de una película que debo ver, etc.
Básicamente, en la relación mis_acciones/factores_externos, la influencia de nuestras decisiones queda muy perjudicada, a veces incluso irrelevante.
Sin embargo, no es esa nuestra impresión de la situación ni mucho menos. Tendemos a pensar que tenemos lo que nos merecemos pues, al ser dueños de nuestros actos también lo somos de las consecuencias. O eso parece. Sea cierto o no, estudios científicos han detectado que nuestro cerebro está “cableado” para creer eso.

Hay días que pienso en tomar mis decisiones basándome en el resultado de cara o cruz, a ver qué pasa. Es decir, lanzar una moneda al aire cada vez que tenga que decidir algo. Tal vez el resultado al final de ese día no es tan diferente al que obtendría si hubiera elegido conscientemente qué hacer en cada momento en lugar de delegar al azar. Aunque reconozco que todavía no me he atrevido, posiblemente por la falsa aunque gratificante seguridad de la rutina.

Otro factor a tener en cuenta es que, como es obvio, no todas las decisiones influyen de igual modo en nuestra vida. No es lo mismo decidir si poner azúcar o sacarina al café que optar por invertir una gran cantidad de dinero en bolsa en lugar de algún fondo más estable. Sin embargo, tiendo a creer que, para todas aquellas decisiones que tomamos, tenemos una serie de acontecimientos azarosos de igual o mayor relevancia que reducen la importancia de la decisión consciente para, una vez más, equilibrar la balanza a favor del peso del azar. Aquél que invierte, digamos 100.000€ en ciertos valores nunca podrá saber a priori (debido al gran número de variables y relaciones entre ellas) si su decisión fue acertada o no. Que el individuo obtenga beneficios o no dependerá de la dinámica del mercado más que de sus intuiciones o conocimiento del mismo. Concretamente, sobre este asunto, Benoit B. Mandelbrot en “The (Mis)Behaviour of Markets” hace especial hincapié en la “aleatoriedad salvaje” que domina el mundo financiero.

Pero llevemos este pensamiento a algo más personal, por ejemplo, una relación de pareja.
¿Realmente somos capaces de llevar por el buen sendero una relación de manera consciente y segura? ¿Podemos decidir enamorarnos de una persona con la que, a priori, todo sería perfecto? O yendo un poco más allá, aun estando enamorados y siendo correspondidos, ¿podemos controlar los factores necesarios para que la relación salga adelante? Poco a poco tiendo más a creer que la respuesta a todas esas preguntas es “no”. El peso de lo azaroso, de lo desconocido y de lo impredecible parece ser suficientemente fuerte para casi anular nuestra voluntad de acción.

Entonces, si nuestra vida es fruto de acontecimientos que en su mayoría no controlamos, ¿en qué podemos basarnos para ser felices sin tener mérito ni culpa de nuestro éxitos o desgracias? Pues eso me gustaría saber. Lo único que puedo decir es que en ese caso me dejo engañar por el azar (“Fooled by Randomness”, como diría Taleb) porque vida sólo hay una y mejor ser feliz que no serlo.

Al final, y por muy tópico que suene, parece que el hecho diferencial para encontrar esa felicidad tan deseada, radica en la gestión de las pequeñas cosas. Ahí es donde el azar tiene menos poder. Cuando estás en tu sofá, pones la música que te apetece y lees el libro que te apetece. Lo disfrutas y poco puede cambiar el destino para que no disfrutes y seas feliz durante un rato.
Al igual que cuando te vas a tomar un café con tu novia, o cuando juegas a la Playstation a tu juego favorito. Ya que al final no somos más que monos en máquinas de escribir, que el azar no nos delimite esas pequeñas alegrías cotidianas. De las grandes alegrías ya se encargará la diosa Fortuna.


P.D.: Este es un artículo algo personal, donde extrapolo lo aprendido en los últimos libros que he leído (“Fooled by Randomness”, “Outliers”, “Black Swan”) a mis experiencias personales. Precisamente por eso, tal vez no goce del rigor lógico con el que me gusta escribir (lo poco que escribo, quiero tenerlo atado y bien atado), aunque soy consciente de ello.

2 comentarios:

  1. Curiosas reflexiones las tuyas, aunque me quedo con eso de que el azar no nos delimite esas pequeñas alegrías cotidianas. Por cierto, no sé si te habrá dado por buscar alguna vez en el diccionario el significado de "azaroso"; resulta algo contradictorio...

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  2. Gracias por tu comentario, Espe.
    Hoy, domingo, es un buen día para disfrutar de las pequeñas cosas. Que el azar no te lo estropee ;)

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